Eran las tres de la madrugada de un lunes, posiblemente el peor lunes que
jamás pasaría en su vida. Tom llevaba diecinueve horas despierto y el sueño
apretaba, pero no podía dormir por varios motivos: Uno de ellos era que estaba
de pie. Otro motivo era que tenía las manos clavadas a una pared por unas
puntas metálicas con un grosor del tamaño del puño de un bebé, y estaba atado
con los pies juntos. Pero el motivo más importante para él era que no estaba solo.