Al ver que cogía el teléfono, la mujer que apoyaba
sus posaderas sobre mis rodillas se cerró la bata con furia y cruzó los brazos.
Por su parte, la llamadora no medió palabra.
—Melinda, ¿estás ahí?
Mi anfitriona, incrédula, se llevó las manos a la
cabeza y resopló mientras se levantaba. Mientras el dolor de mi tobillo
desaparecía al aligerarse la carga que reposaba sobre él, no pude evitar pensar
que no la culpaba por indignarse.
Finalmente, mi interlocutora telefónica decidió
pronunciarse: