domingo, 7 de octubre de 2018

Pater nostrum

          El hombre más poderoso del mundo. Aquel cuyas decisiones afectaban al mayor número de personas. El ser humano con más autoridad de toda la existencia no podía pasar la mayor parte de su tiempo en un asiento que fuera menos digno que él. Y, sin embargo, lo hacía. En una sala cuya decoración consistía en montones de armaduras doradas, cortinas rojas con brillantes y algunos de los objetos más importantes de la historia conocida, un sencillo trono de madera coronaba la habitación.


         —Hoy el Señor me quiere poner a prueba, monseñor —dijo él, con el suave tono de voz que le caracterizaba.


          —¿Ha sucedido algo, Su Santidad?


          El hombre sacudió ligeramente la cabeza en gesto de negación y se llevó ambas manos a la altura de la nariz, rezando, mientras cerraba los ojos. 


          —Monseñor Sacristán, me gustaría estar unos minutos a solas —dijo, sin mover nada más que los labios—. Creo que necesito reorganizar mis pensamientos antes de que se den ciertos acontecimientos. Necesito estar en un estado mental adecuado para la prueba que debo superar hoy.


          El secretario personal del papa se quedó mirando a su viejo amigo con cara de preocupación.


          —¿Su Santidad? No le entiendo, ¿qué sucede?


          —Está aquí —contestó él, abriendo súbitamente los ojos.


          Tobías Sacristán, secretario personal del papa y amigo de este desde que eran dos jóvenes monaguillos, no pudo ocultar el terror en sus ojos. 


          —D-de acuerdo, Su Santidad. Empezaré los preparativos del próximo cónclave. 


          El hombre anduvo hasta la puerta con toda la fuerza y urgencia que tanto el hábito como su avanzada edad le permitían. De repente, se detuvo antes de abrir la puerta para marcharse.


          —Tobías —dijo el hombre en el trono.


          —¿Sí, Doménico? —respondió sin girarse. 


          —Ha sido un placer.


          —Lo mismo digo, hermano. Ve con Dios. 


          Tras pronunciar aquellas palabras, el secretario personal del papa abandonó la sala y cerró la puerta. 


          Doménico volvió a cerrar los ojos.


          —Jesús, Señor, Dios de bondad, Padre de misericordia, aquí me presento delante de Vos con el corazón humillado, contrito y confuso, a encomendaros mi última hora y la suerte que después de ella me espera.


          » Cuando mis pies, fríos ya, me adviertan que mi carrera en este valle de lágrimas está por acabarse; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.


          » Cuando mis manos trémulas ya no puedan estrechar el Crucifijo, y a pesar mío le dejan caer sobre el lecho de mi dolor; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.


          » Cuando mis ojos, apagados con el dolor de la cercana mu…


          De repente, una voz surgió desde detrás de las cortinas. 


          —¡Vaya memoria! Así que es verdad que os aprendéis toda esa sarta de tonterías. ¡Qué decepción! Ahora ya no podré decir que toda vuestra iglesia es una auténtica patr…


          —No he terminado —interrumpió Doménico.


          El recién llegado se colocó frente al hombre en el trono y se le quedó mirando fijamente. El santo padre seguía con los ojos cerrados.


          —No os preocupéis, padre. Esas oraciones no serán lo único que se os quede en el tintero.


          Finalmente, el sumo pontífice abrió los ojos. Ante él se encontraba un hombre alto y musculoso ataviado con ropas negras y anchas que le cubrían hasta la cabeza. No obstante, dejaban su rostro al descubierto. 


          —No vas armado —dijo el anciano.


          —¡Vaya! —gritó sorprendido el intruso— Parece que la memoria no es vuestra única cualidad. También sois observador. Pero tal vez deberíais pararos a observar un poco más allá de lo que tenéis ante vuestras santas narices.


          El hombre empezó a dar vueltas por la habitación levantando los brazos


          —Para qué voy a cargar con un arma que podría entorpecer mi infiltración cuando puedo permitirme el lujo de asesinaros con alguna reliquia antigua. 


          Doménico frunció el ceño y ahogó un gruñido de ira. 


        —Espero que no os moleste —continuó el más joven—. Y, hablando de reliquias afiladas, ¿no tendréis por aquí la punta de la lanza Sagrada? No me negaréis que resulta tentador morir a manos de la misma arma que hirió a vuestro estimado hijo de Dios.

El anciano tomó aire y cerró los ojos.


          —Jesús, Señor, Dios de bondad, Padre de misericordia, aquí me presen…


          —¡Basta! —interrumpió una vez más el hombre de negro con la mirada llena de ira—. Dejad de rezar, pues antes de morir debéis hacer algo por mí —siguió, con una voz muchísimo más calmada.
 

          —Olvídalo —respondió el sacerdote con tono desafiante—. No voy a hacer nada por ti, miserable—Doménico se puso de pie apoyándose con fuerza sobre los reposabrazos de su humilde asiento— ¡Cuando yo muera otro ocupará mi lugar y no cambiarás nada!


          El asesino empezó a reírse mientras se acercaba al pontífice lentamente. 


          —Me sobreestimas, viejo —dijo, parándose frente a Doménico, pudiendo la respiración acelerada del clérigo en su rostro—. Yo no quiero cambiar nada. Ni siquiera busco la recompensa que ofrecen por tu cabeza aquellos necios que creen que podrán conseguir algo con tu muerte. ¡Yo busco venganza!


          El hombre de negro le soltó un rodillazo en el estómago al anciano, que fue incapaz de contener un alarido de dolor. Antes de que este pudiera caer de rodillas al suelo, recibió un puñetazo en medio de la cara y soltó otro grito antes de caer al suelo. 


          Con la cara deformada por el golpe y el dolor, Doménico hizo un esfuerzo por hablar:


          —Sabía que vendrías… —el joven le miró con interés y se sentó en el sencillo trono de madera—. Eres el castigo que me manda el Señor por todos los crímenes que cometí para llegar al poder. 


          —Vaya, qué decepción —respondió mientras se levantaba, sin mirar al anciano a la cara— Vuelves a sobreestimarme, Doménico. A mí no me manda ningún dios —se paró frente a una de las armaduras doradas que decoraban la habitación— A mí me manda una chiquilla de doce años a la que violaste. Bueno, una de tantas, supongo.


          El anciano se llevó las manos a la boca, tiñendo rápidamente de rojo las blancas mangas de su sotana. Mientras tanto, el hombre de negro se abalanzaba sobre él con un enorme casco dorado en la mano.







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