Existen
una infinidad de formas de caer bajo como ser humano. Yo, personalmente, no caí
bajo cuando empecé a disfrutar la cerveza de marca blanca, ni cuando el vino en
bricks de cartón se convirtió en mi
única opción. Ni siquiera me sentí culpable cuando empecé a escupir sangre al
toser y seguí fumando. Quizás tendría que habérmelo empezado a plantear cuando
pillé a mi hija de diecisiete años follando con un tío y decidí vomitarles
encima deliberadamente, pero no fue así. El momento en el que me sentí como una
auténtica mierda fue aquel en el que me di cuenta de que el mamarracho que
había estado aprovechándose de mi pequeña no era más que una versión más joven
y atractiva de mí mismo. En ese momento se rompió algo dentro de mí. A parte de
mi nariz, quiero decir.