Todo
empezó igual que siempre: Abel había tenido un día de mierda en el instituto y
sentía que no podía más. Harto de insultos, de palizas, de soledad y de vivir
con miedo, se dirigió a su habitación, cuchillo en mano, dispuesto a quitarse
la vida. Las lágrimas recorrían su rostro y la impotencia volvía a apoderarse
de su cuerpo. Se remangó como pudo, cerró el puño de la mano izquierda y apuntó
con el filo mientras su pulso no dejaba de temblar. Una vez más, aquella hoja volvía
a encontrarse con la piel de su muñeca.