miércoles, 5 de septiembre de 2018

No lo hagas

          Tras el último beso, ella se dio la vuelta y se dispuso a subir al tren. Para Fran, el ruido de sus tacones golpeando contra cada uno de los escalones era como el de bombas atómicas estallando en su corazón. Con una mano en el pecho y el rostro comido por las lágrimas, él esperaba el impacto del siguiente golpe de talón, tenía que esforzarse para no apretar los ojos e intentar calmar el dolor. No podía permitirse ese lujo. Aunque le doliera, no podía apartar la mirada de ella. Tenía que aprovechar al máximo los instantes que les quedaban juntos, aunque fueran los de una despedida amarga y lacerante.


          Por fin, levantó el pie para subir el último escalón. Lo hizo con el pie izquierdo, una clara señal de mala suerte; una coincidencia maquiavélica que presagiaba los momentos de soledad y pesar que iba a traer consigo la decisión que ella había tomado. La decisión de separarlos, probablemente, para siempre.


          Cuando la diminuta suela de su tacón de aguja tocó el frío metal del escalón, los dedos de Fran se cerraron en un puño que intentaba atrapar con fuerza el dolor que le causaba aquella despedida. Sabía que lo único que iba a conseguir era una horrenda arruga en su ropa y, probablemente, la marca de sus dedos arañándole el pecho, pero el dolor físico hacía que su tormento fuera más llevadero. 


          Ella cruzó la puerta, y lo último que vio Fran fue como un mechón de la larga cabellera de su amada asomaba vacilante justo antes del cierre definitivo. Aquel momento, ese en el que la perdió de vista, fue rompedor. Su mano soltó la lana de su jersey y, junto a sus rodillas, se encontró con la rigidez del suelo.


           Desesperado y postrado, empezó a buscar su silueta por todas y cada una de las ventanillas. Como si de un partido de tenis se tratara, su mirada recorría los cristales del vagón de una punta a otra con la ansiedad de un niño que busca a su madre. En aquel momento, todo lo que no era ella la molestaba, y la expresión de su rostro empezó a mutar de la desesperanza a la repulsión. Sus ojos se apartaban rápidamente de cualquier silueta que resultaba no ser la de su esposa, mostrando cada vez más asco ante la decepción de no encontrarla.


          Finalmente, detrás del marco de una de las ventanas, apareció. Al verla, sus ojos se abrieron como platos y su mirada brilló con una intensidad incomparable. Contemplarla sentarse, tan elegante y bella como siempre, hizo que en su rostro se dibujara una ligera sonrisa de ternura. El dolor no había desaparecido, pero no podía hacer nada para contener la curvatura de sus labios, ese era el efecto que aquella mujer tenía sobre él. 


          Una vez estuvo acomodada en el asiento, ella le miró sonriendo y se despidió de él con una mano mientras le lanzaba un beso con la otra. Él, saturado por la situación, se limitó a despedirse moviendo la mano de izquierda a derecha cuando, de repente, el tren empezó a moverse. Cada instante era una lucha infernal por intentar mantener el contacto visual, pero las lágrimas que volvieron a brotar de sus ojos dificultaban todavía más la tarea.


          —No lo hagas, por favor. No lo hagas —susurró Fran.


          Cuando mantener el contacto visual se convirtió en una tarea imposible, cerró los ojos por fin y agachó la cabeza.


          —No lo hagas, por favor —susurró Fran mientras golpeaba el suelo con el puño—. No traigas a tu madre, por Dios.

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