Todo
empezó igual que siempre: Abel había tenido un día de mierda en el instituto y
sentía que no podía más. Harto de insultos, de palizas, de soledad y de vivir
con miedo, se dirigió a su habitación, cuchillo en mano, dispuesto a quitarse
la vida. Las lágrimas recorrían su rostro y la impotencia volvía a apoderarse
de su cuerpo. Se remangó como pudo, cerró el puño de la mano izquierda y apuntó
con el filo mientras su pulso no dejaba de temblar. Una vez más, aquella hoja volvía
a encontrarse con la piel de su muñeca.
Volvía
a estar allí, en aquel rincón de su habitación, en aquella misma postura, con
aquel sentimiento de impotencia, con la cabeza a punto de estallar y con aquel
cuchillo en la mano. Solo había una diferencia entre esa vez y todas las
anteriores: el cuchillo que sostenía estaba manchado de sangre. Era la primera
vez que no se amedrentaba y conseguía penetrar su piel, pero aquel iba a ser el
único cambio. En cuanto sintió el dolor, sucedió lo que esperaba, lo que en el
fondo quería: se acobardó.
Aunque
el corte no tenía un recorrido muy largo, el impulso que le llevó a clavar el
cuchillo hizo que la herida fuera más profunda que un corte normal y, por lo
tanto, que sangrara más que uno. Sin embargo, Abel sabía que aquella incisión
no iba a poner en riesgo su vida y seguía lamentándose del mismo modo en que se
lamentó todas las veces que se había visto en aquella situación.
Se
odiaba a si mismo por desear su propia muerte, pero también se odiaba por tener
miedo de acabar con todo. Se odiaba porque pensaba que después de aquel paripé
nada habría cambiado y que, probablemente, dentro de poco, volvería a estar en
aquel rincón de su habitación, en aquella misma postura, con aquel sentimiento
de impotencia, con la cabeza a punto de estallar y con aquel cuchillo en la
mano.
Para cuando
sus padres volvieron del trabajo Abel lo había dejado todo como si no hubiera
pasado nada. Al regresar siempre le preguntaban cómo le había ido ese día en el
instituto, pues, aunque en ese momento hacía todo lo posible para ocultar sus
sentimientos, al principio no fue así. Con frecuencia, Abel recordaba los
tiempos anteriores a aquel infierno. Recordaba que tuvo amigos, que se reía y
que disfrutaba de las cosas buenas que le daba la vida y que solía hablar con
sus padres con ilusión de lo que había hecho en clase, pero ya no hacía ninguna
de aquellas cosas. Ahora su vida se limitaba a seguir viviendo por inercia, con
la cabeza agachada, y escondiéndole al mundo cómo se sentía. Escondiéndoles a
sus padres que acababa de intentar suicidarse por millonésima vez.
Al
día siguiente, en clase, nada había cambiado. Sus compañeros de clase volvieron
a por Abel, a destruir un poco más sus ganas de vivir. Se acercaron a él
provocándole con insultos, moviéndose de forma violenta e imponente hacia él,
pero Abel sabía qué iba a hacer: nada, como siempre. Creía que su vida ya no
consistía en nada más que ser objeto de burlas y golpes.
Durante
el recreo, el corte que se hizo el día anterior empezó a picarle mucho, así que
decidió irse a un rincón en el que nadie pudiera verle para echarle un vistazo.
Allí se remangó, se sentó, se quitó la tirita y comprobó que su herida estaba
infectada y tenía pus.
—Vaya,
eso tiene muy mala pinta —dijo una voz que provenía de detrás de Abel, quien se
giró sorprendido, se tapó la herida y se puso de pie.
El
chico que había descubierto su secreto tenía pintas de matón, parecía tener dos
o tres años más que él, y a su lado los chicos que le hacían la vida imposible
tenían el aspecto de un coro de serafines. Consciente de que Abel le tenía
miedo, el recién llegado empezó a avanzar hacia él. A cada paso que daba, el
chico más joven retrocedía otro, haciendo que la distancia entre ellos no
cambiara. Cuando finalmente llegó al sitio en el que Abel había estado sentado,
paró, sonrió, se sentó y se remangó para mostrar su antebrazo.
En la
muñeca de aquel chico había una cicatriz que era, por lo menos, tres veces más
larga que la que se había infligido Abel. Además, se podían ver claramente los
puntos de sutura, señal inequívoca de intervención médica. Ante aquella imagen,
Abel no pudo hacer otra cosa que caer al suelo de rodillas y romper a llorar.
—Esto sí que no me lo esperaba —dijo el chico con más edad—. Oye, ¿qué te parece
si nos dejamos un poco de dramas y charlamos tranquilamente? ¿Eh? Me llamo
Gabriel, pero llámame Gabi, colega.
A
pesar de que se acababan de conocer, no pararon de hablar como si fueran amigos
de toda la vida. Hablaron de todo, sin tapujos. Abel estaba tan inmerso en la
conversación que incluso se olvidó del picor de la herida.
—Verás,
este no es un corte cualquiera. Esta, igual que la tuya, no es solo una herida
en la piel, es una herida en el alma. Aunque yo nunca he tenido problemas con
mis compañeros de clase, mi vida no ha sido un campo de rosas. Digamos que mi
padre no era un ángel. Aquel demonio disfrutaba dos cosas en la vida:
emborracharse y darnos palizas a mi madre y a mí. En una de aquellas tundas se
pasó de la raya y ella acabó en el hospital —a Abel le sorprendió como a pesar
de tener los ojos llorosos, Gabriel no le apartaba la mirada en ningún
momento—. Los médicos no pudieron hacer nada por salvarla…Yo me desesperé tanto
al perder a mi único apoyo que tiré una maceta al suelo y me abrí las venas
allí mismo. Si los médicos no hubieran sido tan rápidos y eficientes hoy no
estaría aquí contándote esto.
A la
primera. Solo le hizo falta un intento para hacerlo. Y aun así estaba allí
animándole. Abel no se podía sacar esa idea de la cabeza. Él lo había pasado
mal. Sentía que su vida carecía de sentido y, a pesar de ello, había tenido que
intentarlo un millón de veces para hacerse aquella herida que ahora le parecía
un rasguño. No se podía ni imaginar lo mal que debía haberlo pasado Gabi para
llegar a aquel extremo.
Siguieron hablando hasta que sonó el
ruido diabólico que señalaba el fin del recreo, pero Abel sentía que tenía
mucho que contarle todavía a su nuevo amigo. Aunque le había contado por encima
los problemas que tenía con sus compañeros, tenía la sensación de que
necesitaba profundizar mucho más, así que quedaron para verse en la entrada del
instituto cuando terminaran las clases.
Durante
las siguientes horas Abel se dio cuenta de que se sentía más ligero. Sus
pensamientos ya no le torturaban tanto como antes y le costaba muchísimo menos
ignorar las provocaciones de los abusones, pero lo más importante de todo era
que tenía ganas de salir de clase para ver a Gabriel. Por primera vez en mucho tiempo tenía ganas
de estar en compañía de otra persona. El hecho de tener alguien con quien hablar
sin tapujos hizo que estuviera seguro de que ese día no iba a volver a estar en
aquel rincón de su habitación, en aquella postura, con aquel sentimiento de
impotencia, con la cabeza a punto de estallar y con aquel cuchillo en la mano.
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