Posiblemente
si la telebasura no existiera la gente sería mucho más feliz, y no lo digo porque
promocionen a guapitos y guapitas cuyo mayor logro ha sido saber plantar las
veinte zarpas en el suelo en los momentos adecuados, sino porque hacen que
gente como yo cometa idioteces del tamaño de un campo de fútbol.
Desde
mi estancia en el hospital tuve que hacer varios cambios en mi vida, y el
primero, por razones obvias, fue dejar de tomar café. Así que desde entonces
mis desayunos de limitaban a un vaso de leche. Al principio intenté tomarla con
varios cereales que se deshacían, como el típico Cola Cao de toda la vida, pero
cualquier cosa que me recordara mínimamente al sabor del café hacia que se me
vinieran las manos al cuello por si empezaba a quemarme. A la hora de desayunar
solía ver la tele mientras le daba la vuelta a la cuchara dentro del vaso como
si hubiera algo que mezclar. De repente algo me sacó de mi trance, y es que en
el televisor dijeron algo que me llamó bastante la atención.
Estaban
echando un programa de ligoteo del cual no recuerdo muy bien el nombre. Creo que era
algo así como “Marujas, hienas y viceversa”. La cosa es que enseñaron como uno
de los pretendientes a la mujer se enrollaba con la misma y le preguntaron a
otro de los musculitos qué sentía al ver cómo uno de sus rivales iba más
avanzado que él en su relación con la señorita (por llamarla de alguna forma),
a lo que él solo supo contestar que tenía envidia sana. En ese momento me
indigné, apagué la pantalla de mala gana, me bebí mi leche y me dije a mí
mismo:
—Vaya,
hoy no está buena, será que no la has mezclado lo suficiente.
Y es que cuando uno
mismo es gilipollas, tiene que saber reconocerlo.
Nunca he creído que exista la envidia sana, al igual no que
creo que exista una envidia “no sana”. Simplemente creo que algunas personas saben
llevar bien la envidia y otras no. Decir que tienes envidia sana de
alguien pero luego poner cara de “te arrancaría los dedos de la mano uno a uno”
es algo que para mí tiene poco sentido.
Otra de las cosas que tuve que cambiar fue el bar al que
solía ir en el descanso del trabajo. Digamos que me traía malos recuerdos. Así
que en mi infinita manía de no beber nada que saliera directamente por el
pitorro de una máquina, me fui a buscar otro bar en el que pudiera tomarme mi
bebida caliente de media mañana. Así que ahí estaba, tomándome un té con la dosis justa de azúcar, en el
que creía que iba a ser mi nuevo “templo de la desconexión”. Como no estaba
acostumbrado al lugar no me sentía muy cómodo, así que me puse a escuchar la conversación
de la mesa de detrás (supongo que en el programa de televisión yo sería una maruja).
Eran dos chicos, uno le contaba al otro que se había comprado un coche, y que
había estado ahorrando durante más de un año para poder comprárselo.
Estoy totalmente seguro de que a partir e ese momento, si no hubiera visto antes
aquel programa de telebasura, las cosas hubieran sido muy distintas. La cosa es
que ante la cantidad de detalles y cosas buenas que le contaba el chico a su
amigo sobre su coche el otro no pudo hacer más que decirle que tenía envidia,
su compañero le miró sonriendo y se rió un poco, orgulloso de haber conseguido darle envidia.
Ante esta reacción, matizó:
—¡Eh,
eh! Pero envidia sana!
Al oír eso, sin darme
cuenta pensé en voz alta.
—Otro
gilipollas con la tontería de la envidia sana.
Era
más que obvio que me habían oído, así que agaché la cabeza, suspiré y me
preparé para lo que venía. El chico se levantó y se puso delante de mí. En ese
momento me di cuenta de que tenía algo en común con el chico del programa a
parte de su forma de ver la envidia: los músculos. Él me preguntó que cuál era
mi problema, y yo, en un alarde de soberbia infinita le intenté convencer de
que era una tontería matizar que la envidia era “sana”. Obviamente cuando
tratas a alguien de tonto e intentas que te dé la razón en eso el ambiente se caldea.
Sintiéndome en clara desventaja sentado, me puse de pie para intentar
explicarle mejor mi punto de vista. Debo decir que la desventaja se pronunció
más al estar yo de pie, ya que el chico era dos palmos más alto que yo.
Alucinando
por lo absurdo de la situación, el chico me hizo una pregunta que poca gente
sabe cómo responder: ¿Me estás vacilando? Y luego me empujó no muy fuerte
contra la pared, con tan mala suerte que tiré de uno de los cables del
televisor haciendo que cayera a tres dedos de mi cabeza. No era una tele muy grande, pero
era lo suficientemente grande como para hacer que todo el bar se girara al oírla
estrellarse contra el suelo. Ante tal escándalo, el camarero nos echó a los
tres, y a mí me dijeron que me mandarían la factura de los desperfectos.
Todo
esto no hubiera ocurrido si yo no hubiera perdido el tiempo viendo telebasura
por la mañana, ya que simplemente me hubiera indignado, me hubiera puesto mi sombrero y me hubiera bebido mi té, el cual esta vez sí que tenía motivos para
mezclar.
Telebasura es la terapia de los que duermen despiertos.
ResponderEliminarUn trajo que entra por los ojos, hasta dejarnos borrachos.
Saludos!