Existen
una infinidad de formas de caer bajo como ser humano. Yo, personalmente, no caí
bajo cuando empecé a disfrutar la cerveza de marca blanca, ni cuando el vino en
bricks de cartón se convirtió en mi
única opción. Ni siquiera me sentí culpable cuando empecé a escupir sangre al
toser y seguí fumando. Quizás tendría que habérmelo empezado a plantear cuando
pillé a mi hija de diecisiete años follando con un tío y decidí vomitarles
encima deliberadamente, pero no fue así. El momento en el que me sentí como una
auténtica mierda fue aquel en el que me di cuenta de que el mamarracho que
había estado aprovechándose de mi pequeña no era más que una versión más joven
y atractiva de mí mismo. En ese momento se rompió algo dentro de mí. A parte de
mi nariz, quiero decir.
El señorito saltó de mi cama,
impregnado en bilis y restos de judías en conserva, y me estampó los nudillos
en la cara a grito de “¡¿Qué cojones haces, viejo de mierda?!” Yo, obviamente,
me llevé las manos a la nariz y sellé el suelo con mis nalgas.
Jenny, para mi sorpresa, no dudó en
elegir bando y me demostró que las clases de defensa personal que le pagué no
fueron una pérdida de dinero y tiempo mientras inmovilizaba al sujeto y lo
echaba de casa como quien arruga un papel y lo tira a la basura. Luego volvió a
la habitación con un pequeño botiquín y una toalla que usó para limpiarse lo
poco de vómito que le había salpicado y se agachó para curarme.
—Agradezco la confianza que me estás
demostrando como hija, pero haz el favor de vestirte, anda. Me puedo parar la
hemorragia yo solito.
—Eres gilipollas. —dijo con un tono
de desprecio al que ya estaba acostumbrado. Mientras tanto obedeció mi orden y empezó a vestirse.
—Qué curioso, con lo plano que tenía
el culo tu madre y tú pareces un melocotón con piernas.
—¿Te parece normal decirle eso a tu
hija? —soltó, mientras acababa de ponerse la camiseta, como si su sentido moral
fuera más válido que el mío.
Entonces
me levanté y, sin mirarla, me di la vuelta, me coloqué frente al espejo para
ver cómo tenía la nariz, y a través del reflejo forcé que nuestras miradas se
cruzaran. Ella sabía qué le iba a decir, incluso antes de que abriera la boca.
—Supongo que lo normal, entonces, es
acostarte con un puto yonki en la
cama de tu padre, ¿no? —Jennifer agachó la cabeza y se dio la vuelta para
empezar a recoger las sábanas sucias.
—Lo siento. —dijo con tono de
arrepentimiento.
—No, no lo sientes. No eres
estúpida. ¿Qué coño querías? ¿Qué buscabas haciendo esa gilipollez? ¿Qué creías
que iba a pasar cuando os encontrara? Si buscabas mi atención aquí me tienes,
aprovecha.
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