Al ver que cogía el teléfono, la mujer que apoyaba
sus posaderas sobre mis rodillas se cerró la bata con furia y cruzó los brazos.
Por su parte, la llamadora no medió palabra.
—Melinda, ¿estás ahí?
Mi anfitriona, incrédula, se llevó las manos a la
cabeza y resopló mientras se levantaba. Mientras el dolor de mi tobillo
desaparecía al aligerarse la carga que reposaba sobre él, no pude evitar pensar
que no la culpaba por indignarse.
Finalmente, mi interlocutora telefónica decidió
pronunciarse:
—Eres imbécil.
La llamada terminó antes de que pudiera siquiera
procesar el mensaje. ¿La había oído resoplar y por eso me había llamado
imbécil? ¿Era posible distinguir el resoplido de un hombre del de una mujer?
Fuera como fuera, yo me encontraba en el cuarto de baño de una desconocida, a
medio desnudar, y mirando fijamente el móvil como si esperara que me diera
permiso para reaccionar.
Tras quedarme pasmado durante más rato del que me
gustaría reconocer, decidí contemplar cuales eran mis opciones, que no era más
que una: salir por la puerta del lavabo y esperar que aquella chica me echara
de su casa. Me agarré como pude a la
mampara para levantarme y cojeé hasta la puerta, tras la cual me esperaba ella.
Estaba de pie, de espaldas, y podía intuir que tenía
los brazos cruzados. Yo me quedé apoyado en el marco de la puerta, mirándola.
—Melinda, qué nombre tan bonito
Supuse que querría hablar de lo que acababa de
suceder, ya que, al fin y al cabo, yo también era un desconocido para ella.
Estaba abriendo la boca para contestarle cuando siguió hablando.
—Aunque no tan bonito como lo que te voy a hacer yo
esta noche.
Dejó caer su bata, bajo la cual no había nada más que
piel, y se dio la vuelta. Donde en algún momento estuvo la sonrisa más dulce
que había visto en toda mi vida, solo quedaba una mirada lasciva.
Cuando desperté a la mañana siguiente, no me hizo
falta abrir los ojos para preguntarme qué iba a ser de mí a partir de aquel
momento. Aunque me reconfortaba un poco la idea de que, mientras siguiera en
aquella casa, el mundo olía como un bosque de piruletas. Y al mejor sexo que
había tenido en mi vida.
Ella no estaba a mi lado, lo cual me extrañó. ¿Qué
hora era? Iba a gritar su nombre, pero caí en que todavía no me lo había dicho.
Salí de la habitación en calzoncillos y, sobre la silla en la que me había
apoyado la noche anterior, encontré mi ropa, limpia y planchada. El tobillo ya
no me dolía tanto y mi cerebro estaba seco, así que fue más fácil legar a ella
que la anterior vez. Cuando estuve cerca, vi que sobre el asiento de la silla
había una hoja de papel con algo escrito: un número de teléfono.
Yo no lo reconocí, pero cuando lo marqué y le di al
botón de llamada, mi teléfono sí lo hizo. Era el número de Melinda.
—¿Sí?
Esta vez era yo el que no sabía qué decir. ¿Por qué
demonios había escrito el número de mi mujer en un papel? ¿Acaso lo había
buscado en la agenda de mi móvil? No. Eso era imposible. Si hubiera cogido mi
mano para desbloquear el teléfono con mi huella dactilar me hubiera despertado.
¿Qué demonios estaba pasando?
—Hola, Mel —Mientras la saludaba, temiendo lo que
podía derivar de esa conversación, me senté.
—Supongo que lo has hecho, ¿no? —dijo, en un tono
mucho más sereno de lo que me esperaba.
Alejé el aparato de mi oreja y me quedé mirando su
nombre escrito en la pantalla. Sabía que aquel momento significaba muchas más
cosas de las que podía asimilar. También sabía que mentir nunca había sido lo
mío. Ella tomó mi silencio como una afirmación.
—Sé que lo que pasó anoche no implica que ya no me
quieras. Solo significa que lo nuestro no puede seguir. Igual que tú sabes que,
aunque te esté dejando, te sigo queriendo. Por eso, dentro de un rato pasará a
buscarte una ambulancia para llevarte al hospital a revisar tu tobillo.
—¿Cómo…? —Estaba atónito. La vida me superaba en
todos los sentidos.
—La conozco. Es una antigua amiga de la universidad
con la que retomé el contacto hace unos meses.
Me contó que había todo era una prueba. Que su amiga
se encontró conmigo por casualidad y me llevó a su piso sabiendo quién era. Parece
ser que mientras yo esperaba sentado en el salón, llamó a Melinda y le puso al
día de la situación. Me dijo que el rencor hizo que le pareciera bien la idea
de intentar seducirme, pero que en aquel momento se arrepentía porque ya no
había marcha atrás. Fue una conversación llena de llantos y reproches. Le conté
que, cuando me llamó la noche anterior, cogí su llamada mientras ella se me
insinuaba. No me creyó.
Cuando colgó, me dio la sensación de que todo aquello
era imposible. Tenía que ser una pesadilla. Agaché la cabeza, con los ojos
llorosos, y pude ver la figura borrosa de dos calcetines mal emparejados. Al
cabo de pocos minutos sonó el timbre y, a pesar de que sabía que al otro lado
había un enfermero, cogí el telefonillo y contesté:
—¿Sí?
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