Cinco horas de
sueño. Me froto los ojos, salgo de la casa y me agacho para recoger mi ejemplar
enrollado de The Washington Post de debajo de una azalea. Nunca sé dónde
lo encontraré; el que lo lanza nunca va más allá de la primera base. A este
paso va a tener que gastarse el sueldazo de repartidor en arreglarme todas las
plantas que tanto trabajo le cuesta mantener a mi jardinero colombiano.