domingo, 21 de julio de 2013

Café, por favor



Cuando me senté en aquella cafetería a tomarme el segundo café de la mañana, no tenía ni idea de lo que aquel 4 de diciembre me iba a deparar.

Como siempre, me había tomado mi primer café nada más levantarme, pero esta vez tuvo un sabor distinto, un sabor como...a victoria. Así que tras media mañana bastante buena y animado, esperaba que el segundo del día tuviera el mismo sabor que el primero. La única diferencia debía ser que este iba a ser engullido por las prisas de volver al trabajo, pero esa no iba a ser la única, ni tampoco iba a volver al trabajo.

Cuando ya había tragado más de la mitad del supuesto segundo café de la victoria, mi garganta empezó a arder como si en vez de zumo de grano estuviera tragándome la piedra fundida que burbujea por las entrañas del Etna. Y entonces hice lo que cualquiera hubiera hecho en mi situación: escupir el café y agarrarme el cuello mientras gritaba de dolor. Y como cualquiera hubiera hecho en la situación de los demás clientes del bar, se quedaron mirando con cara de: ¿Qué hace el chiflado ese?

No sé si me molestaba más el dolor de garganta, que nadie viniera a ayudarme, o el daño que me estaba haciendo en el cuello de tanto apretar desesperadamente.

Al final supongo que cuando perdí el conocimiento alguien me ayudó, ya que lo próximo que recuerdo es tener el cuello inmóvil, no poder hablar, dolor de cabeza, y estar estirado en una camilla de hospital. Una enfermera, al ver que me despertaba, me dijo que no me preocupara por el dolor de cabeza, que al desmayarme me di con la cucharilla del café en la frente, pero que sobre lo demás no me podía decir nada, sólo que me pondría bien en unos días. Realmente no me consolaba demasiado, ya que podía oír perfectamente como los policías hablaban de un intento de asesinato. Quizás además de mudo se pensaban que me había quedado medio sordo...

Pasé las siguientes horas pensando en quien podría querer acabar conmigo, pero a parte de Chucky, mi perro Yorkshire al cual había dejado solamente un pequeño bol de comida para que pasara la mañana y estaría muriéndose de hambre en aquellos momentos, no se me ocurría nadie.

A la mañana siguiente me contaron que habían cogido al culpable, era una esposa despechada, que me había confundido con su marido, el cual le había puesto los cuernos con una compañera de su laboratorio. Eso explica de dónde pudo haber sacado aquel producto infernal.

Cuando finalmente pude salir del hospital y me vi con suficientes fuerzas como para hacerlo, me dirigí a la cárcel de mi ciudad y pedí visita con la esposa chiflada. Y cuando tansólo nos separaba un cristal, me saqué un papel con un pequeño trozo de celo, y se lo pegué a la altura de la cara. Tras eso, me fui a mi casa pensando en lo que pensaría la pobre mujer cuando leyera "Cómprate unas gafas, maldita desequilibrada". 



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