sábado, 18 de agosto de 2018

Guerrero

          La última gota de sangre se escurre a través de la hoja de su sable, cuyo filo refleja, a duras penas ya, la luz de la luna. Por fin, sus músculos se destensan, su cuerpo se relaja, y su mente sale del trance de la batalla. 


          Ante él, decenas de enemigos amontonados en el suelo en posturas imposibles, ríos de sangre regando el suelo, y la vegetación del pantano aplastada debido al reciente combate.


          Mente en blanco, decide moverse. La punta de su arma roza el suelo de barro, trazando un fino camino tras él, como el de una azada en miniatura. Solo puede oírse el ruido del acero arrastrándose por el barro y el de los pasos de un hombre agotado acompañándolo; justo al lado, justo a la misma velocidad.


           Una vez más, vuelve a estallar el sonido del metal golpeando el metal. Es un golpe seco, uno sordo y breve. La espada ha encontrado un obstáculo en su camino de tierra: el tobillo protegido por el metal de uno de los enemigos de su portador. Él deja que su brazo quede ligeramente rezagado sin inmutarse y sigue avanzando hasta que, por fin, el sable supera el inerte obstáculo que frenaba su camino y golpea, una vez, más el suelo con la parte punzante. 


          El crujido de los pasos vuelve a igualarse en ritmo al del releje separando el barro hasta que este se convierte en agua, los crujidos se transforman chapoteos y el camino deriva en un suave desnivel. El líquido es turbio y en él flotan hojas, ramas, lodo y una alimaña muerta. A pesar de la poca profundidad del cenagal, es imposible vislumbrar qué hay en el fondo. 

          Los pasos a través del charco son más lentos. Exigen más esfuerzo, exigen más resistencia, más fuerza. El sable, hundido prácticamente en su totalidad en aquel repugnante líquido, en cambio, es mucho más fácil de llevar. A pesar de su prácticamente inexistente flotabilidad, la propia fuerza del agua hace que se desplace suavemente acompañando la mano de su portador, y las piedras hundidas en el cieno no suponen ningún obstáculo real.

          El siguiente paso choca contra una ligera pendiente que le obliga a hacer un último esfuerzo para salir del agua. Gruñe. Las piernas recuperan su ligereza, la ausencia de fluido le devuelve al arma, que sigue sin separarse del suelo, su peso real.

          Sabe que se está acercando, lo oye, lo huele, lo siente. La punta de la hoja rechina ligeramente a causa del temblor de su cuerpo, consciente de que no está preparado para lo que está a punto de suceder. 

          Los músculos se vuelven a tensar, el arma se separa del terreno y los pies del hombre se arrastran bruscamente, dejando una marca en el barro. Posición de combate.

          Ante él, decenas de enemigos emitiendo gritos imposibles, reclamando sangre y haciendo temblar el suelo. La vegetación del pantano tiritando, como si supiera que va a ser aplastada en el fragor del inminente combate. 


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