viernes, 31 de agosto de 2018

Tobogán

          Valeria cerró los ojos y de repente estaba en el que fue su parque favorito cuando era pequeña. Se miró las manos y no dudó ni un instante: se fue corriendo hacia el tobogán, su lugar favorito del parque.


          Desde allí arriba podía verlo todo. Al fondo estaban las casas de los vecinos, todas pegadas unas con otras en edificios de cinco o seis plantas. Vistas desde arriba, probablemente hubieran parecido una “U” gigante que protegía el parque y, ella y su tobogán, un acento divertido. 

          En el centro de aquel recreo había un pequeño bosquecito artificial en forma de círculo que sus amigos y ella usaban como circuito de carreras para sus bicicletas. Desde tan lejos los árboles estaban borrosos, pero recordaba haberse frustrado más de una vez por no conseguir ser la más veloz en rodearlos. 

          Siguió acercando la vista y se fijó en el suelo por el que corrían con sus bicicletas. Eran losas formadas por pequeñas piedrecitas que hacían que las bicicletas trotaran ligeramente cuando iban a toda velocidad. Valeria, desde lo alto de su tobogán, arrugó un poco los pies al recordar lo que sentían sus pies desnudos cuando pisaban aquella superficie tan irregular. 

          Sus ojos siguieron bajando hasta que se encontraron con un arenal. En ese arenal estaba ella junto a su tobogán. Miró a su derecha y vio unos patos rojos con muelle que servían para balancearse. ¿O eran caballos? Valeria entornó los ojos intentando conseguir una imagen clara de aquel objeto, pero no lo logró a pesar de lo cerca que se encontraban. No le dio más importancia y miró a su derecha.

          Allí se encontraba su segunda parte favorita del parque: los columpios. ¡Eran altos y peligrosos! En ellos había un niño y una niña balanceándose a toda velocidad. Rozando el punto en el que parecía que iban a darle la vuelta completa, pero eso nunca sucedía.
Finalmente, Valeria miró al frente y se dispuso a usar su tobogán. No como lo hacían los otros niños, era su tobogán por algo, ella lo usaba a su manera: cerró los ojos y saltó.
Al volver a separar sus párpados estaba sentada. Se miró las manos y vio que llevaba puestos unos guantes negros, zapatos de tacón y una estrechísima falda de tubo negra. Frente a ella, decenas de sillas de madera oscura separadas en dos renglones ocupadas por gente vestida de negro. Sus sollozos saturaban el cementerio, dejando el espacio justo para que cupiera el aire que usaban para respirar. 

          En el centro, siguiendo el camino que dividía a los asistentes, un pequeño altar con un ataúd en él. Valeria veía que el féretro estaba tapado por algún tipo de tela de dos colores, pero, ni forzando la mirada, conseguía distinguirlos. En cambio, a pesar de que la caja estaba cerrada, podía ver quién estaba dentro con toda claridad. Esa imagen le perforó el corazón con mil agujas.

          Huyendo del dolor, miró a su alrededor y vio muchísimas caras borrosas que no se esforzó ni en enfocar. Prácticamente todo estaba borroso en aquel lugar. Por fin, Valeria le devolvió la mirada al altar y se percató de que, de repente, el ataúd estaba abierto. Incapaz de seguir aguantando, cerró los ojos y notó el calor de una lágrima recorrer su mejilla. 

          De repente estaba tumbada y todo lo que podía ver un techo blanco. Se miró las manos: estaban arrugadas y débiles. Además, al moverlas sentía el pinchazo de una enorme aguja que la conectaba a un tubo. Intentó mirar hacia sus pies, pero el agotamiento solo le permitió vislumbrar las sábanas que la cubrían, blancas también, igual que las paredes. 

          A su alrededor todo era ruido, veía gente moverse sin parar, inquieta. Gente con batas impolutas, del mismo color que bañaba la habitación. Podía distinguir a una mujer, parecía seria y no dejaba de hablar. A su voz, los demás callaban, asentían y empezaban a moverse rodeando Valeria, como hormigas en torno a una hoja. Había unos pantalones marrones, aunque no estaba segura de si pertenecían a un hombre o a una mujer. 

          Las voces siguieron, incansables, y las hormigas seguían trabajando en lo que fuera las ocupaba. Sin embargo, el volumen de los pasos y las palabras cada vez era más apagado y dejaban hueco para un nuevo sonido. Uno del que no se había percatado hasta entonces: un pitido intermitente.

          Aquel ruido era repetitivo y desmesuradamente agudo. Sin embargo, allí tumbada, le parecía relajante y abstrayente; tanto, que cerró los ojos y se concentró únicamente en él.

          Allí, en la oscuridad, solo podía oír aquel pitido intermitente, cuyas repeticiones se hacían cada vez más espaciadas entre ellas, hasta que finalmente cesaron. Inmediatamente, Valeria se sintió, una vez más, saltando de su tobogán.



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