viernes, 3 de agosto de 2018

Tortilla

          En un supermercado cuyo nombre no voy a dar porque no patrocina este texto, me dirigía hacia la caja a pagar lo que había decidido comprar: cinco smoothies de remolacha y una barra de pan. Como me pudo más la pereza que la practicidad, no cogí ni carrito ni bolsa. Al fin y al cabo, podía llevarlo todo en las manos. Lo que no me esperaba era que, en un súbito empujón por la espalda, una mujer francesa tirara uno de mis preciados smoothies al suelo, causando con esto el irreparable reventón del recipiente.

          El suelo estaba lleno de zumo de remolacha, piña y limón; sin duda, una excelente y deliciosa mezcla. Sin darle mucha importancia, me quedé mirando al suelo durante dos segundos para comprobar que ninguna de las gotas de aquel delicioso jugo hubiera salido disparada hacia mis pies y, detrás de mí, empecé a oír una interminable retahíla de improperios en francés. 

          Finalmente, decidí mirar hacia atrás para buscar el origen de aquel molesto ruido.

          —¡Muchas gracias! —gritó con tono impertinente y un marcadísimo acento francés, mientras se sujetaba la falda del vestido blanco que llevaba, como si me intentara mostrar que su vestido estaba manchado por culpa del accidente. Accidente que ella había causado, por cierto.

          Dediqué dos segundos a mirar su vestido. Estaba impoluto. Y, además, yo iba a tener que volver a buscar otro smoothie. Definitivamente, aquel encuentro me había causado más problemas a mí que a ella, así que sonreí y le contesté con el tono más repelente que pude forzar.

          —¡De nada!

          Tras decirle eso, me di la vuelta y fui a buscar mi preciado tesoro de sabores.

          Odette, que es como se llamaba la mujer, se quedó dos segundos estupefacta, preguntándose cómo podía ser que la juventud de hoy en día fuera tan mal educada. Cuando por fin reaccionó, miró de nuevo al despilfarro de zumos que había en el suelo y se dio la vuelta, como si aquello no fuera con ella. 

          Tengo que comprar huevos, pensó en un perfecto y materno francés, mientras buscaba por los pasillos del supermercado, hoy me apetece cenar tortilla.

          Siguió andando por los pasillos, preguntándose por lo ridícula que era la palabra tortilla en español. Clarísimamente, “omelette” era una palabra mucho más bonita y con más clase, como todas las palabras en francés. Además, aquella era especialmente bonita, pues se parecía a su nombre. 

          —Tog-ti-yah —dijo en voz alta sin darse cuenta. Cuando se percató de lo que acababa de hacer, agachó la cabeza y aceleró el paso, muerta de vergüenza. 

          Al cabo de pocos minutos, Odette llegó al pasillo en el que estaba lo que buscaba. Miró el precio y sus ojos se fijaron en la palabra “huevos”. Estuvo a punto de volver a pensar en voz alta, pero esa vez se pudo contener. Igualmente, miró hacia los lados un poco avergonzada, como si el resto de gente hubiera podido oír lo que acababa de pasar por su cabeza. 

          Con los huevos en la mano, la mujer se dirigió a caja para pagar, por fin, el ingrediente más fundamental en una tortilla. Iba a ponerse en la cola en la que había menos gente, cuando, de repente, vio a su marido dormido de pie, apoyado sobre los carritos de la compra, y con un pequeño riachuelo de saliva que nacía en su boca y moría en un laguito en su camisa Lacoste. 

          Odette, muerta de vergüenza, se tapó la cara con el cartón de huevos y se metió en la cola disimuladamente. Sin bajar el cartón, la mujer empezó a maldecir a su marido en voz baja y siguió avanzando, pero el hombre que iba delante de ella no lo hizo, así que Odette se tropezó con él, haciendo volar lo que llevaba en las manos. 

          En este caso, el recipiente no sufrió ningún desperfecto, pero el continente salió disparado cayendo irremediablemente sobre los zapatos impolutos de Odette.
          —¡Muchas gracias! —gritó con tono impertinente y un marcadísimo acento francés.

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