Ahí estaba, en la cima del
acantilado donde solía ir con sus amigos cuando eran niños, quieto como una
piedra, pensando. Todos ellos habían pasado muy buenos tiempos en aquella cima. En aquel entonces Roberto
se pasaba el día persiguiendo a Estrella y llamando su atención de la única
forma que se le ocurría: molestándola.
—¿Debía darse cuenta de que era
porque estaba enamorado de ella?—Pensó —. No importa, ahora todos están
muertos.
En ese momento la angustia y el
miedo a lo que vendría le vencieron, agachó la cabeza y se dijo:
—¿Y si toda esta mierda a la
cual llaman “una guerra necesaria” no hubiera sucedido? ¿Qué
estaríamos haciendo? ¿Se hubiera dado...?
Entonces, una lágrima recorrió
su rostro. Cogió su pañuelo y se secó la cara mientras trataba de calmarse. Tras
un pequeño rato, miró al Sol rojo y se estiró en la hierba. Cerró los ojos y pensó que si quería superar aquello
tenía que asumir lo que había hecho.
Ambos estaban en diferentes
bandos, pero ellos no lo sabían. Les separaron cuando la guerra empezó y desconocían
qué había pasado con el otro. Cada noche soñaba con reencontrarse
con ella, y así se motivaba cada día para luchar. Su recuerdo y las ganas de
volver a verla le daban fuerzas para seguir adelante y superar la guerra, y así
fue durante años, pero cuando el momento
llegó...no fue como él se esperaba.
Se encontraban en medio de una
escaramuza, y estaban pendientes de los movimientos del enemigo, cada uno del
suyo, hasta que sus miradas se cruzaron y el tiempo se detuvo momentáneamente.
Roberto no podía creerlo, ella
llevaba ese sello, el sello que les convertía en enemigos, el sello del bando
opuesto.
Estrella empezó a llorar. En otros
tiempos el resultado de aquello hubiera sido un gran y reconfortante abrazo,
pero estaban en la guerra. La guerra es fría, cruel, y desconsiderada con los
sentimientos. La que fue su amiga, y su razón de vivir ahora era toda una
mujer, y debía cumplir su objetivo: acabar con el enemigo.
Desenfundó su pistola, firme y
precisa como el soldado mejor entrenado, le apuntó, y gritó:
—¡Vamos! ¡Dispárame! ¡Si
no lo haces el único cadáver que quede aquí será el tuyo!
Roberto tardó unos instantes en reaccionar, parpadeó, se despejó y
apuntó tan seguro como ella.
—¡Muy bien! ¡Si eso es lo que quieres, te sugiero que te
prepares para vivir tus últimos momentos!
Empezó a correr hacia el frente
mientras ella le disparaba, pero ninguna bala encontró el camino hacia su
carne. Entonces, cuando estaban lo
suficientemente cerca como para que ningún disparo fallara, él puso la pistola
en la sien de su amada y ella la suya en la de él. Eso
es lo que él quería, sentirla cerca, sentir su aliento cerca, sentir su mirada
fijamente y terminar sus vidas juntos, en un disparo, donde el caos de la
guerra no les podría separar nunca más. Pero ella no apretó el gatillo.
Tras recordar eso, la muerte de
su alma, que murió en el mismo instante en el que ella exhaló su último
aliento, trató de animarse con la idea de que la guerra había terminado por
fin, así que tal vez podría encontrar la forma de volver a querer vivir su vida. Pero entonces, sólo una idea pasaba por su
cabeza:
—Tal vez
la guerra haya terminado, pero yo aún sigo en ella.
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