Francis
era incapaz de asimilar todo lo que acababa de suceder. Recordaba a su madre
levantándose poco a poco del suelo, lanzando gritos de dolor al aire y con la
cabeza colgando como la flor de una rosa muerta. Recordaba esos blanquecinos
ojos mirándole fijamente y también recordaba el momento en que se abalanzó
sobre él, pero no recordaba cómo había conseguido refugiarse en el armario.
Ahí
dentro, sentado, a oscuras, y oyendo los golpes y arañazos de la que solía ser
su madre a escasos centímetros, el olor de la ropa que ella solía llevar le
causaba, por primera vez en su vida, más dolor que sensación de refugio. No
podía parar de repetirse mentalmente: “¿Por qué? ¿Por qué? Mami, por favor,
vuelve a ser como antes y sácame de aquí”.
Francis
no sabía qué hacer con su propio cuerpo. Sabía que si se movía, aunque fuera un
poco, los golpes se volverían más violentos, y esa idea le paralizaba. Su
instinto le pedía llorar y buscar socorro en los brazos de su madre, pero ese
mismo impulso sólo intensificaba su tortura.
El
tiempo pasaba y en algún momento los golpes y arañazos contra la puerta del
armario cesaron, pero todavía podían oírse, incluso desde el interior del
mueble, pasos arrastrados acompañados de quejidos de agonía. Francis seguía ahí
dentro, inmóvil. Incapaz de mover un solo músculo, sus ojos sólo parpadeaban
cuando el dolor de la sequedad se hacía insoportable. Para él, ya no existía
nada que no fuera la oscuridad absoluta de aquel metro cuadrado en el que había
buscado refugio y el vaivén torpe e incansable que provenía del pasillo.
Casi
sin darse cuenta, aquel ruido se había convertido para él en el tictac de un
reloj: un ruido blanco que le calmaba. Como si se hubiera olvidado de que la
fuente de aquella distracción no era más que el origen aquello que quería
omitir, su mente se quedaba en blanco y le permitía seguir, dentro de lo
posible, estable, tranquilo y cuerdo.
Un
golpe seco acabó con aquella rutina de pasos interminable. Francis reaccionó,
pero a su cuerpo le costaba responder. Salió del armario muy poco a poco y se
dirigió como pudo hacia la fuente de aquel ruido. En la entrada de la casa se encontró
con el cuerpo de su madre tendido en el suelo junto a un cargo de sangre que
provenía de su cabeza, pero Francis no le prestó atención. Él se centró en la
figura que seguía erguida: un hombre con un martillo en la mano y con lágrimas
en los ojos. Ante aquella visión su única reacción fue seguir su instinto y
correr hacia aquel hombre.
—No,
Francis, hijo mío. Tú no…
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