Era miércoles. Yo creía que era
jueves, pero era miércoles. Chucky, aparentemente menos remolón que yo, se las
apañó para subirse a la cama y empezó a lamerme la mejilla. Yo en ese momento
estaba soñando que me golpeaban en la cara con lonchas de jamón cocido, pero
eso no es importante. Cuando finalmente abrí los ojos, medio confuso, me
sorprendió verle allí arriba, ya que hacía poco había estado muy malito, y le
empecé a dar arrumacos. Para mi sorpresa, mi querido compañero no quería mi
amor; se escabulló de entre mis brazos y saltó corriendo para traerme su
comedero y empezar a dar golpes con él contra el suelo.
Me tomé cinco minutos para
mentalizarme de que tenía que salir de la cama y finalmente me levanté. Después
del alboroto que había montado Chucky, no me quedaba otra que satisfacer sus
necesidades primero, así que le cambié el agua y le llené el cacharro de
comida. Daba tanto gusto verle comer que tenía la sensación de que no estaba
disfrutando la vida tanto como él.
Tras realizar los básicos matutinos,
volví al dormitorio para cambiarme y vi que el led de notificaciones de mi
móvil parpadeaba, así que me senté en la cama y…
—Mierda.
No era jueves. Yo creía que era mi
día libre, pero no, era miércoles. Eran las once de la mañana del miércoles y
todavía estaba en calzoncillos. Cinco llamadas perdidas de mi jefe corroboraban
lo jodido que estaba. También, en el grupo de Chatsapp del trabajo, tenía más
de 200 mensajes en los que mis queridos compañeros hacían chistes sobre qué me
podía haber pasado: “Seguro que se ha tomado un sorbito de café y lleva horasrevolcándose por el suelo”. “Me juego tres donuts a que ha empezado a mezclarla leche sola y ha entrado en un bucle infinito”. Me hicieron sentir muy
querido. Cabrones.
Me vestí lo más rápido que pude y ni
me despedí de Chucky porque el muy listo se había puesto a dormir después de
comer. Nada más llegar, ignorando las risitas de mis compañeros, me dirigí al
despacho de mi superior a disculparme, pero no me dio tiempo a abrir la boca.
—¿Todo bien? —Empezó, sin apartar la
mirada del papel en el que estaba escribiendo.
—Sí, señor, le prometo…—sin dejarme
acabar la frase y peinándose con los dedos el gran mostacho blanco que llevaba
con orgullo debajo de la nariz, el hombre siguió hablando.
—Sé que últimamente has estado trabajando
muy duro en el caso Polaroid y que insistes en que no te aparte de él, pero si
quieres que siga confiando en ti y en que tu integridad física, mental y moral siguen
intactas, vas a tener que pasar por el aro.
En ese momento se podía ver en mi
cara lo descolocado que me sentía, de hecho, cuando el comisario principal finalmente
me miró directamente a los ojos, sonrió y soltó una pequeña risa aspirada.
—¿A qué se refiere, señor? —pregunté,
por fin.
—¿Cuánto hace ya que dejaste de tomar
café? ¿Tres años? ¿Cuatro? Creo que no llevabas ni un año aquí cuando sucedió
aquello, así que no debo andar muy equivocado —Mientras decía eso, no paraba de
darle golpecitos al escritorio con la base del bolígrafo.
—Hizo cuatro años hace poco, así es.
¿Ha pasado algo? ¿Ha salido de la cárcel aquella chiflada? —Me estaba volviendo
loco, no tenía ni idea de qué había pasado ni de a qué se refería con pasar por
el aro.
—De hecho, salió hace unos meses,
pero no me refería a eso —una vez más, el comisario principal empezó a
acariciarse el bigote con la yema de los dedos—. Creo que es el momento de que
vuelvas a acercarte al café. A uno que en este caso tampoco podrás beberte.
—No se preocupe, señor, en caso de
que dar un sorbo perdería algo más que la dignidad —dijo una voz femenina que
provenía de la puerta que tenía detrás.
Cuando la oí todo cobró sentido. El comisario
principal quería adjuntarme a una compañera, y esta no me caía especialmente
bien.
—Melanie…—susurré mientras fruncía el
ceño y me frotaba las cejas con la mano.
—Oficial Vargas para ti, sombrerito
—me corrigió mientras se ponía a mi lado y me quitaba el sombrero para
ponérselo.
La oficial Vargas había llegado a
nuestra comisaría hacía aproximadamente cuatro años para hacer una sustitución:
la mía. Cuando volví a mi puesto a las pocas semanas, la comisaría ya no era la
misma. Su piel color café, sus ojos miel y sus caderas se habían adueñado de
todo y de todos, aunque lo que más me dolió fue que se apropiara de mi despacho
y, aunque odiaba admitirlo, eso no lo consiguió a golpe de cadera. Durante ese
periodo, no solo se encargó de fulminar en una semana todo el papeleo que se me
había acumulado, sino que también demostró ser brillante en todos los campos.
Dada su eficiencia, su sustitución se convirtió en un puesto fijo, igual que el
despacho que le asignaron. Eso me dejaba a mí como a un segundón. Un segundón
con un despacho muy pequeño.
La miré fijamente y entendió el
mensaje. Dejó escapar un pequeño suspiro de condescendencia acompañado de una
ligera sonrisa, y me devolvió mi prenda sin mirarme.
—No quiero cuestionar sus órdenes,
señor, pero ¿por qué? —dije, sin darme cuenta de que acababa de contradecirme,
mientras me acercaba poco a poco al escritorio de mi superior— Si es por
haberme quedado dormido, le prometo que no volverá a ocurrir. Ha sido una
pequeña confusión de horario.
—Si te sirve de consuelo, había
tomado la decisión antes de que llegaras tarde. Tres horas tarde, por cierto
—Mientras hablaba, el hombre, junto con su enorme bigote blanco, se movió hacia
nosotros y se apoyó en el escritorio con los brazos y las piernas cruzados—.
Aunque el hecho de que te desagrade la idea hace que me guste como castigo,
creo que es algo necesario. Por ahora acostumbraos el uno al otro y sabed dos
cosas: que uno de los motivos que me han llevado a esto es que os unisteis al
cuerpo por motivos parecidos y que compartiréis el despacho de la oficial
Vargas. Creo que ambos estáis bastante familiarizados con ese sitio, así que
espero que no haya ningún problema. Ahora a trabajar.
La oficial Vargas me miró y, una vez
más, soltó un suspiro de condescendencia.
—Vaya, vaquero, parece que vas a
recuperar tu ansiado despacho.
—Los vaqueros no llevan sombreros de
fedora —le contesté mientras me daba la vuelta para irme—. Esa va a ser la
primera lección que aprendas trabajando conmigo. Por cierto —me paré—, ¿puedo
empezar a llevar las cosas hacia nuestro despacho, compañera? —le dije con un
retintín deliberadamente exagerado.
—No estés tan contento, Billy el niño
—me contestó mientras se acercaba a mí para finalmente apoyar su brazo en mi
hombro—. Me tomo muy en serio mi trabajo, y ahora que somos compañeros no
pienso poner mi vida en manos de alguien en quien no confío, así que para
conocernos mejor… —En ese momento se separó de mí, se puso casi de puntillas y
con una sonrisa de oreja a oreja y las manos juntas siguió hablando— ¡Esta
noche nos vamos de copas!
Tras oír aquella terrible noticia,
volví a frotarme las cejas con los dedos y suspiré profundamente con los ojos
cerrados. En aquel momento hubiera dado cualquier cosa para que me volvieran a
golpear en la cara con lonchas de jamón cocido y despertar de aquella pesadilla
con la cara llena de lametones de Chucky.
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