A pesar de tener tras de sí una larga carrera como
cirujano, para Tony aquel procedimiento resultaba especialmente engorroso, pues,
debido a la naturaleza de este, el paciente debía estar despierto y solo
parcialmente inmovilizado. Obviamente, eso no significaba que el resultado
final fuera a ser peor ni que disfrutara menos de su trabajo; solamente tenía
que concentrarse un poquito más.
La aguja se clavaba en la piel en el lugar exacto y
la atravesaba justo a la velocidad y con la presión que Tony buscaba, aunque
eso no hacía que el paciente, despierto como estaba, no sintiera el dolor de la
punción.
La parte más tediosa de la operación era, sin lugar a
duda, tener que sujetar al paciente para que se quedara quieto tras cada
incisión. Las sacudidas y los movimientos bruscos, involuntarios o no, al
recibir dolor, eran una reacción natural, pero eso no hacía que dejaran de ser
una molestia. Para Tony, había una forma de hacer que aquel momento fuera menos
desagradable: aprovechaba que tenía que levantarse para dar un sorbito de
horchata, a través de una pajita, mientras sujetaba al individuo con dos manos.
El dulce sabor de ese néctar hacía que toda la irritación saliera de su cuerpo
a la vez que regaba sus venas con las vitaminas que el zumo de chufa le proporcionaba.
Aquella práctica no era demasiado protocolaria, pero
los cirujanos de prestigio como Tony no llegaban donde estaban sin saltarse de
vez en cuando las normas. O, en algunos casos, haciendo caso omiso de todas
ellas.
Cuando el hombre apoltronado al sillón por fin volvió
a quedarse quieto, Tony se sentó de nuevo. Agudizó la vista, entornó los ojos,
y apuntó.
Punzada.
Aquella vez, antes de volver a sujetar a su paciente,
Tony se levantó y se dirigió al equipo de música. Los gritos sonaban menos con
música de fondo. El hombre soltó algún que otro improperio, pero el cirujano
estaba seguro de que todo saldría bien, pues él mismo sabía que ninguno de sus
trabajos decepcionaba nunca. Su
perfeccionismo era absolutamente impecable. No iba a perdonarse un error.
Punzada.
El paciente, aquella vez, no hizo más que dar un
pequeño tirón y Tony no tuvo que inmovilizarle. En parte le resultó frustrante,
pues le apetecía volver a dar un sorbo de horchata. Sin embargo, siguió con el
procedimiento sin concederse el capricho.
Punzada.
Una vez más, el hombre no tuvo que ser inmovilizado.
Aquello resultaba confuso para Tony. En un principio
le resultaba molesto que su paciente se sacudiera e intentara zafarse, así que
mejoraba aquella situación con horchata. No obstante, en aquel momento estaba
incómodo porque quería beber, pero no tenía una excusa para hacerlo. Por
supuesto, su paciencia tenía un límite, y eso le incluía a sí mismo. Así que,
antes de dar la punzada final, se levantó y dio un sorbo bien largo de
horchata. Esta vez sin pajita, ya que podía usar una mano para sujetar el vaso.
Mientras bebía, utilizó la extremidad que le quedaba libre para acariciarle la
frente al paciente. Estaba caliente y húmeda.
Ante aquel gesto tan humillante, el paciente volvió a
zarandearse y a gritar. Tony, le miró con ojos de satisfacción.
—Vamos, no seas bobo. Si te arrancas los puntos ahora
que estás prácticamente cosido del todo lo único que conseguirás será que tenga
que volver a empezar. Sé bueno y estate quieto.
El hombre rompió a llorar.
Tony dejó el vaso y se sentó. Cogió la aguja, y con la
otra mano sujetó el brazo del hombre, que se movía sutilmente debido a su
respiración entrecortada y al llanto.
Por última vez, agudizó la vista, entornó los ojos, y
apuntó.
Punzada.
—¡Al fin! —gritó Tony, alzando los brazos, sin soltar
la aguja que había usado para unir el brazo de aquel hombre al asiento en el que
estaba sentado.
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